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El tenor criollo
Martín Vargas, El Peruano, 3 May 2002

¿Cómo es posible que tú, un delgado concertista, puedas "con una
respiración profunda y un poco de apoyo" mantener en vilo a las plateas
y cazuelas de Milán, Nueva York, Tokio o Lima, con esas estrofas que
parecen interminables y que sólo acaban cuando decides que ya está bueno
y no cuando tu diafragma o tu rostro "atomatado" lo exigen?

La respuesta es la misma que se esgrime cuando algún latino logra
conquistar el éxito y taparle la boca a quienes siguen pensando en
Sudamérica como un puñado de patrias bárbaras que sólo puede exportar su
ya famoso realismo mágico y quimbosos centrodelanteros.

¿Que cuál es la fórmula, que cómo lo haces? Pues me animo a decir que
gracias a varios kilogramos de perseverancia, algunos gramos de talento
innato y, para no variar, una tonelada de indiferencia estatal,
adversidad que sólo verdaderos genios logran convertir en estímulos.

Érase una vez...

Todo se inició cuando eras apenas un enjuto mozalbete con pretensiones
de estrella roquera. Te la creíste tanto que formaste junto a un grupo
de tu barrio una banda que ni siquiera tuvo tiempo de bautizarse.

Eran los tiempos en que pensabas, además, estudiar humanidades en la
Universidad Católica, pero el premio en el Festival de la Canción por la
Paz te hizo volver sobre tus pisadas y seguir los consejos de tu primer
maestro (vaya, que has tenido varios), Genaro Chumpitazi, quien,
admítelo que nada te cuesta..., ¡te descubrió!

Y sí, porque fue en las clases de canto de tu alma máter, el Santa
Margarita, que dejaste de ser un chico de clase media e iniciaste el
camino hacia el estrellato del bel canto. Allí se tejió tu destino.

El cambio fue difícil. De allí en adelante tuviste que abandonar las
ordenadas callesitas de Miraflores y sumergirte, gracias a las
primerizas combis de la avenida Arequipa, en el caótico Centro de Lima.
Tu nuevo destino: el Conservatorio.

En ese templo descascarado te presentaron formalmente a la ópera y sus
compositores más reputados. ¡Claro!, tú ya sabías de Wagner, Beethoven,
Mozart y algunos más de esa cofradía de alucinados, pero fue allí que
Andrés Santa María (tu segundo maestro) logró convencerte: ¡lo tuyo es
la lírica, muchacho! Y tú, aún humilde (un poco más de lo que eres
ahora), asentiste con la cabeza. Acusaste recibo.

Cuando te diste cuenta de que tocabas techo en la casona del jirón
Carabaya, optaste por emigrar al Instituto de Curtis en Filadelfia. Pero
allá las cosas no salieron muy bien. Varias veces aseguraste que no
aprendiste nada de sus maestros de canto.

Pensaste en ese momento en que estabas listo para dar el gran salto y
conquistar el mundo con tu voz de otro cuerpo, hasta que en 1994,
durante unas vacaciones en Lima, Ernesto Palacios te bajó al llano,
tenías una voz divina, pero cantabas todo igualito.

Pero tu no tenías la culpa, los gringos te enseñaron que las tragedias y
las farsas se coreaban igual nomás. Pensaban igual que Kraus, que había
que "meter toda la voz para adelante" y punto.

La cosa fue tan grave que Palacios decidió rescatarte ante el inminente
riesgo de que te convirtieras en una eterna promesa más que nunca
llegaría a buen puerto o, en tu caso, a un buen teatro, a codearse con
el mismísimo Pavarotti.

Desde entonces cogiste el hábito -lo haces hasta ahora- de grabar en
casetes tus interpretaciones. "Todo es susceptible de mejorarse, creo
que canto lindo, en su punto, pero luego en casa descubro errores,
altibajos que debo eliminar", le contaste hace tiempo a una revista de
Milán.

Y vaya que Palacios tuvo razón en rescatarte. Ahora te has convertido en
el tenor ligero más importante del circuito lírico, gracias a esa
garganta rossiniana que te augura destronar al rollizo tenor itálico y,
cómo olvidarlo, merced a una de esas casualidades, actos fortuitos en
los que se mece la oportunidad.

El tenor de una versión de una ópera de Donizetti que se iba a presentar
en el Covent Garden tuvo un contratiempo y Carlo Rizzi, el propio
director, te mandó llamar. Te preguntaron si podías con el papel.
Entonces te salió la criollada y la viveza que te enseñaron en Lima tus
padres jaraneros. Pediste el guión para ver si podías hacerlo, pero no
leíste nada, te crujían las piernas, pero te mordiste los labios,
ahogaste el temor y les dijiste que sí, que no era cosa del otro mundo.
Esa noche, en Pesaro, empezó tu ascenso. Después de escucharte, la Scala
de Milán "pidió tu carta pase". Te convertiste en el centrodelantero más
quimboso de su historia.

No eres un divo, no podrías serlo jamás. Esas encerronas que armaban tus
viejos en tu antigua casa miraflorina te curtieron el alma, te vacunaron
contra las actitudes burguesas y las brutalidades de la fama. Ahora
preparas un disco homenaje a la música latina, donde casi el 80 por
ciento será peruana, y aunque a veces posas como un divo, entiendo que
lo haces sin querer, son gajes del oficio. Nada personal.

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This page was last updated on: August 26, 2002